Eric Berne, el
padre de la llamada psicología transaccional, partía de un supuesto: las
personas nacen príncipes y princesas hasta que sus padres les convierten en
ranas. Coincidía con la antigua filosofía taoísta en que el núcleo más profundo
de los seres humanos es naturalmente bueno y posee un potencial a desarrollar.
Los padres representan, en este caso, a todo el sistema cultural y social donde
deberá integrarse el recién llegado. En el occidente judeocristiano ha pesado mucho
la creencia del pecado original. Llegar a la vida no consistía en incorporarse
con inocencia a un mundo feliz, sino en la oportunidad de redimirse, de lavar
la suciedad que se traía mediante la mortificación de los sentidos.
No podemos saber si
el nuevo individuo llega dotado para las artes, las ciencias o la técnica; si
podría, en condiciones propicias, superar los cien años de edad o alcanzar una
felicidad constructiva. Pero sí sabemos que tales potenciales encontrarán una
multitud de mandatos y de imposiciones que operan en sentido opuesto. Si es un
hijo no querido, si se le hace sentir que su llegada ha perjudicado la libertad
de sus padres o quitado espacio vital a sus hermanos, será culpable desde el
comienzo y su potencial puede verse seriamente limitado.
Claude M. Steiner,
discípulo de Eric Berne, escribe que... Cuando más joven es el niño más fácil
es dominarlo, puesto que no tiene ningún poder. Así, la maleabilidad del niño
se mezcla con la opresión que le rodea, de forma que en un momento dado se ve
forzado a ceder un cierto porcentaje de su potencial. Hay personas que ceden el
50%, otras el 10% y algunas el 90%. A partir de ese momento vivirán el 50%, el
90% o el 10% de sus vidas.
Es tranquilizador
saber que se llega a un mundo hecho y funcionando. Deja de serlo si ese mundo
en vez de ser un marzo seguro, es una estructura opresiva. Freud, en su libro
“El malestar en la cultura”, manifiesta con dura crudeza su creencia en la
innata perversidad de lo instintivo, y en la necesidad de una doma o
domesticación a través de la cultura. El pecado original se transforma, en la
visión laica de Freud, en la tácita aceptación de la maldad de nacimiento:
“Venimos al mundo con una tendencia a la agresión, la destrucción y la
crueldad”. Esto fue escrito en 1930. Pocos años después, Wilhelm Reich, en “la
Función del orgasmo”, salia al paso de esta afirmación y expresaba su
convicción de que la perversidad y el mal eran la respuesta individual a una
sociedad básicamente enferma: una estructura que reprimía los sentimientos,
acorralaba al corazón y destruía la manifestación natural de la sexualidad. El
mecanismo de transmisión de esa perversidad era inconsciente. Los padres se
encargaban de contagiar – mecánicamente – las frustraciones y desajustes de sus
hijos.
Las personas que
buscan reorientar su vida no pueden esperar a que cambie el orden cultural para
sentirse bien. No obstante, saber que las conductas socialmente aceptables
pueden no ser las mejores para sus historias individuales, o que han sido
sembrados con ordenes y mandatos autodestructivos, son puntos a favor. Saber
que no confiamos en nuestras fuerzas porque nos han acusado de débiles o poco
inteligentes; comprender que no damos la talla porque nos han sugerido ser
pequeños, es un buen comienzo para analizar la parte oculta o sombría de
nuestro mapa de vida. C.G.Jung fue quien bautizo como “sombra” esa región del
alma. El potencial que hemos reprimido, el sentimiento que fue abortado o
relegado, el amor que esperábamos recibir y no llegó, la caricia que se quedo
en gesto, se expresan como el perro apaleado: gruñen, o se encojen de miedo.
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