November 8, 2010

Dime donde y como aterrizas


Eric Berne, el padre de la llamada psicología transaccional, partía de un supuesto: las personas nacen príncipes y princesas hasta que sus padres les convierten en ranas. Coincidía con la antigua filosofía taoísta en que el núcleo más profundo de los seres humanos es naturalmente bueno y posee un potencial a desarrollar. Los padres representan, en este caso, a todo el sistema cultural y social donde deberá integrarse el recién llegado. En el occidente judeocristiano ha pesado mucho la creencia del pecado original. Llegar a la vida no consistía en incorporarse con inocencia a un mundo feliz, sino en la oportunidad de redimirse, de lavar la suciedad que se traía mediante la mortificación de los sentidos.

No podemos saber si el nuevo individuo llega dotado para las artes, las ciencias o la técnica; si podría, en condiciones propicias, superar los cien años de edad o alcanzar una felicidad constructiva. Pero sí sabemos que tales potenciales encontrarán una multitud de mandatos y de imposiciones que operan en sentido opuesto. Si es un hijo no querido, si se le hace sentir que su llegada ha perjudicado la libertad de sus padres o quitado espacio vital a sus hermanos, será culpable desde el comienzo y su potencial puede verse seriamente limitado.

Claude M. Steiner, discípulo de Eric Berne, escribe que... Cuando más joven es el niño más fácil es dominarlo, puesto que no tiene ningún poder. Así, la maleabilidad del niño se mezcla con la opresión que le rodea, de forma que en un momento dado se ve forzado a ceder un cierto porcentaje de su potencial. Hay personas que ceden el 50%, otras el 10% y algunas el 90%. A partir de ese momento vivirán el 50%, el 90% o el 10% de sus vidas.

Es tranquilizador saber que se llega a un mundo hecho y funcionando. Deja de serlo si ese mundo en vez de ser un marzo seguro, es una estructura opresiva. Freud, en su libro “El malestar en la cultura”, manifiesta con dura crudeza su creencia en la innata perversidad de lo instintivo, y en la necesidad de una doma o domesticación a través de la cultura. El pecado original se transforma, en la visión laica de Freud, en la tácita aceptación de la maldad de nacimiento: “Venimos al mundo con una tendencia a la agresión, la destrucción y la crueldad”. Esto fue escrito en 1930. Pocos años después, Wilhelm Reich, en “la Función del orgasmo”, salia al paso de esta afirmación y expresaba su convicción de que la perversidad y el mal eran la respuesta individual a una sociedad básicamente enferma: una estructura que reprimía los sentimientos, acorralaba al corazón y destruía la manifestación natural de la sexualidad. El mecanismo de transmisión de esa perversidad era inconsciente. Los padres se encargaban de contagiar – mecánicamente – las frustraciones y desajustes de sus hijos.

Las personas que buscan reorientar su vida no pueden esperar a que cambie el orden cultural para sentirse bien. No obstante, saber que las conductas socialmente aceptables pueden no ser las mejores para sus historias individuales, o que han sido sembrados con ordenes y mandatos autodestructivos, son puntos a favor. Saber que no confiamos en nuestras fuerzas porque nos han acusado de débiles o poco inteligentes; comprender que no damos la talla porque nos han sugerido ser pequeños, es un buen comienzo para analizar la parte oculta o sombría de nuestro mapa de vida. C.G.Jung fue quien bautizo como “sombra” esa región del alma. El potencial que hemos reprimido, el sentimiento que fue abortado o relegado, el amor que esperábamos recibir y no llegó, la caricia que se quedo en gesto, se expresan como el perro apaleado: gruñen, o se encojen de miedo.

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