Cuando
Hermann Hesse escribió "El juego de abalorios", intuyó que el
futuro podía depararnos un triste declive. El Gran Viejo temía más al
entronizamiento de la vulgaridad rampante que al desarrollo enloquecido de la
tecnología Conocedor de la historia y de los clásicos, supuso que la decadencia
de Occidente seguiría reglas que tienden a repetirse, no en la forma pero sí en
la esencia. Llamó Era
folletinesca a este proceso,
y no se equivoco al pronosticar que podríamos hacer del mundo un espectáculo de
circo.
Quizá
fue la política de Hollywood la que acabo por modelar la conciencia colectiva
hacia la adoración del dinero, el poder, la fama, el éxito y el rostro en las
carteleras. Los medios masivos como la radio y la televisión contribuyeron a
afianzar esa tendencia emergente que hizo de la notoriedad el mayor negocio del
siglo XX. Pero el factor que ha favorecido el encumbramiento de lo mediocre no
fue la tecnología sino nuestra necedad. Esa misma necedad que, como un bumerán,
ha gestado un hambre colectiva de micrófono y de cámara. No importa si tenemos
algo que valga la pena comunicar y compartir. Lo que importa es estar en el
aire, en las revistas o la pantalla. Solo existes si el gran público te conoce.
Cierta
desesperación por abandonar el anonimato y adquirir esa pasmosa identidad que
dan los medios campea masivamente en nuestras aburridas sociedades. Por ser
noticia algunos desequilibrados dispararon sus armas sobre grandes personajes y
reinaron por un día en las pantallas. Para evitar ese peligro la tele se hizo
masiva y participativa. Cada cual tiene ahora la oportunidad de desnudarse en
público, denunciar a la suegra, reclamar al marido fugado o hacer de comparsa
en los super programas especiales.
A
diferencia del teatro antiguo donde los actores representaban la ficción sobre
el escenario, en nuestras época folletinesca nos han sugerido que la vida se ha
trasladado a la escena. Miramos el mundo a través de la tele, digerimos
información precocinada, votamos candidatos de película, debatimos con los
tertulianos, nos asomamos a la naturaleza en technicolor y queremos adoptar
niños abandonados de remotos países que han salido en cámara. Nuestra calle,
nuestro barrios, los vecinos, los niños que cruzamos día a día se han cubierto
de una pátina gris; no son reales si no los iluminan los reflectores.
Hesse
no se equivoco cuando predijo que la mediocridad iba a ser la llave del poder,
la inutilidad una virtud cotizada y que los grandes histriones oprimirían a la
gente de talento. Lo que no pudo prever era que el ansia de salir en la foto,
escribir autobiografías y volverse televisable, apareciera como una nueva,
masiva y deseable forma de existir.
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